jueves, 24 de junio de 2010

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Esos ojos eran mágicos (además de especiales) y sin duda, ocultaban algo. Un secreto, una historia, una vida, un deseo. Algo, que no supo nunca bien qué era, pero si supo que existía.
No era una mujer de esas que se dice que tiene todas las certezas que desearía tener. Pero acostumbró a convivir con las inseguridades - tanto propias como ajenas -. Tal fue el punto que esas inseguridades, de una forma u otra, terminaron siendo certezas. Quizás no las que ella esperaba, quizás no las que pretendía, pero certezas en fin, ¿no?
Si bien la vida le había dado muchos cachetazos que le habían provocado incontables caídas, el que más sintió, fue uno de esos que no se olvidan. Es ese golpe que abre la puerta que lleva a la realidad. (Esa puerta que más de una vez, no quería abrir)
Siempre le había tenido miedo a la realidad, y no por cobardía o inmadurez, sino porque le gustaba soñar. Y cada tanto recuerda unas palabras que escuchó que decían algo como: "si bien los sueños son ilusorios, no hay prueba que diga que no pueden hacerse realidad". Por esas palabras, es que no quería soñar.
Era una persona realista, pero para su conveniencia. Siempre era más fácil resolver problemas ajenos, que siquiera prestar atención a los propios. Le resultaba fácil dar un buen consejo, o guiar a quién lo necesitaba. No le costaba dar una palabra, prestar un hombro, y preparar un oído. Pero sí le era difícil darse un consejo, guiarse a sí misma, escucharse, llorar.
Las lágrimas que ella quería derramar, parecían caer dentro de un vaso. Dentro de uno, dos, tres, cuatro... y quién sabe cuántos vasos más. Una vez lleno cada vaso, los tomaba, y las lágrimas volvían al mismo lugar. Éstas no desembocaban en el río ni mucho menos se perdían en el mar.
Ella las guardaba, las retenía, quién sabe para qué. O hasta cuándo.

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