sábado, 15 de agosto de 2009

Los minutos parecen tener más segundos, y las horas directamente son eternas. ¿Qué palabra, no? Eternidad. Amor eterno, amistad eterna, juntas por la eternidad. ¿Y el dolor también es eterno? Claro, eso sí que nadie lo sabe ni lo sabrá. De todas formas, dejarse sorprender no está tan mal. Pero cuando las sorpresas van más allá y el corazón se lleva un susto, prefiero vivir de tristeza que morir con la sorpresa de la soledad. Puedo jugar a olvidar si se me explican bien las reglas, puedo jugar a querer si tengo un compañero de mesa. Más bien puedo jugar a entender, si la comprensión se sienta a mi lado y tira los dados sobre el tablero. Pero también puedo jugar a perder, sin necesidad de explicaciones, ni de compañeros. Simplemente puedo perder sola, sin ayuda de nadie, sólo de mí, de nadie más. ¡Estúpido juego! el del amor, claro. Estúpida yo, esperando mi turno, abierta a posibilidades, a caminos, o a nada. ¡Estúpido verbo! el de amar, el de entregar, el de confiar. Y estúpidas las personas que aceptan sin dudar a jugar, como si todo juego fuera relevante. Cuando se juega al amor, perder no es lo mismo que ganar, ni mucho menos. Yo buscaba ganar y que vos juegues conmigo. ¡Pero mira que irónico! Ahora estoy sentada en la mesa, con el tablero a cuestas, una sola ficha, dos dados, y un solo jugador dividido en dos: mi soledad y yo.

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