viernes, 24 de julio de 2009

Recuerdos.


Escuché unos pasos y los seguí, pero no sabía que me iban a llevar a perderme… en el amor. Si lo hubiera sabido, tal vez, hubiera optado por seguir otro camino en el que no se incluyera el dolor (pero bueno, eso no viene al caso).
Eran pasos fríos y distantes, que mis oídos a duras penas, podían percibir hacia dónde se dirigían. También, a medida que avanzaban, dejaban una silueta de un tono rojizo y fresco. Pero yo, seguía caminando. Mi curiosidad no me dejaba voltear y apuntar mi mirada hacia otra dirección, y el miedo, no estaba. O sí, pero no le di importancia ni le presté atención. No sólo seguía esos misteriosos pasos, sino que también iba manteniendo una conversación paralela con ese estúpido que late y no piensa, llamado “corazón”. Sus palabras me eran indiferentes, pero por algún extraño motivo se quedaban haciendo eco dentro mío, y al no tener otra alternativa que escuchar, lo que éstas me transmitían me era imposible de entender. “Hablarán en otro idioma”, pensé. Y seguí en mi objetivo de llegar al lugar, o a la persona, o a lo que sea, dónde se dirigían esos traviesos pasos (que a veces se movían haciendo zigzag).
Llegado un momento, me vi inmóvil mirando interminables cantidades de puertas. “Debe ser un hotel”, dije. Pero ningún ruido se escuchaba detrás de esas puertas, en realidad, un silencio parecía envolverme como si estuviera dentro de una burbuja, porque lo único que escuchaba era ese eco (que por cierto, ya se estaba tornando molesto). Miré nuevamente las puertas, y nada pasaba, nadie salía, NADA. Hasta que en un momento logré divisar aquellas huellas rojizas, en la entrada de una de las tantas puertas. Me acerqué, y de rodillas en el suelo, quise saber que era lo que dejaban esos pasos. Miré detenidamente y no podía descifrarlo, entonces me tomé el atrevimiento de tocar esa “mancha” plasmada en la alfombra. Pero… ¡no había nada! y en un abrir y cerrar de ojos, las siluetas de esas huellas habían desaparecido por completo. Me refregué los ojos, insulsamente dirigí mi mirada al suelo otra vez, y seguía sin haber nada. Una ola de dudas se estaba apoderando de mi, y el miedo me agarraba la mano, pretendiendo ser mi amigo cuando bien sabíamos, que no lo era.
Estaba frente a una puerta a la que había llegado siguiendo unos supuestos pasos, que a fin de cuentas, descubrí que ni siquiera existían. Y llegué a la conclusión de que todo, tal vez, era producto de mi manipulable imaginación. Pero quería saber que se escondía detrás de esa puerta, por algo estaba yo ahí, ¿o no? Pero tenía miedo de abrirla, o tal vez, en realidad no quería, qué se yo. Pasé horas y horas mirándole (como si algo fuese a pasar, ¡qué idiota!). Hasta que en un momento me vi de pie, con una mano sujetando el picaporte. Supongo que fue mi valentía quién me impulsó a levantarme, porque de haber sido por mí, me hubiera quedado en el suelo un par de horas más. Temblando, y con el estúpido que late (esta vez lo hacía más rápido de lo normal), abría esa puerta manteniendo los ojos cerrados (no sabía si verdaderamente quería ver lo que había ahí dentro), pero ya estaba en el baile, y bueno, tenía que bailar, ¿no? Al abrirlos, mi cuerpo se paralizó, y el estúpido ni siquiera hablaba.
Con la puerta de par en par, divisé cuatro paredes blancas, una silla con una enorme caja de cartón, y una nota que llevaba mi nombre y en su interior solamente decía: “Abrir la caja y cerrar la puerta”. Un instinto me hizo seguir esas instrucciones, pero a la inversa. Me acerqué a la puerta, y cuando estaba cerrándola, unas indescriptibles ganas de huir me llamaban. Pero no quería seguir con la absurda cobardía que me hizo compañía por años… y de un golpe cerré la puerta, y me dirigí sigilosamente hacia la caja. Con cuidado y precaución, fui quitando las cintas que la mantenían cerrada, hasta que por fin, podía ver el contenido de la misma. Ésta guardaba miles de papeles, fotografías, objetos, pertenencias, e incluso, sentimientos. Me tomé mi tiempo para empezar a investigar qué era lo que estaba escrito en cada uno de los papeles, de ver si alguna de las fotografías me resultaba familiar, de tratar de reconocer si los objetos y pertenencias los había visto alguna vez, y de analizar si los sentimientos los conocía, o en caso contrario, los desconocía.
Todo esto parecía un deja vu, sentía que esta situación ya la había vivido, alguien vaya a saber en qué momento de mi vida… Las palabras que conformaban lo que estaba escrito en cada papel eran tan, tan… mías, que era asombroso, casi imposible de creer (pero lo creía, porque lo estaba viendo). Las fotos eran de personas que yo conocía, que yo apreciaba, que yo veía en mi vida cotidiana (ya eran demasiadas las coincidencias). Las cosas eran mías, yo lo sabía. (Había un libro viejo, muy viejo, que fue el primero que leí, “el diario de Ana Frank”, que sabía con toda seguridad que era mío, ya que en la última página tenía escrita la siguiente frase: “una persona puede sentirse sola, aún cuando mucha gente la quiera”, y era mi caligrafía). Y los sentimientos, los conocía, más de lo que yo creía. Y como no creo en las coincidencias y las casualidades, logré llegar a una breve conclusión:

Los pasos eran mis pasos, las cuatro paredes mi mente, y la caja, solamente guardaba mis recuerdos, todos y cada uno de ellos…

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